Existe un consenso unánime al considerar que la capital donostiarra fue la meca turística de España, el principal resort marítimo a escala peninsular, al menos durante las seis décadas que separan la última carlistada y el inicio de la guerra civil española (1876-1936). Esta circunstancia histórica originó un tipo de ciudad caracterizado por una cuidada ordenación estética, impulsada mediante continuos programas de embellecimiento y mejora en sus equipamientos públicos, así como la adopción de fórmulas arquitectónicas, tipológicas y estilísticas siempre “a la moda”.
El avance urbanístico ligado al veraneo llegó a situarse en el centro del debate sobre el progreso y la modernidad, erigiéndose las estaciones balnearias de élite en importantes núcleos de innovación cultural. A principios del siglo XX San Sebastián era un pujante centro de ocio con proyección europea, saturado de influencias foráneas que tenían una incidencia directa en su arquitectura, de estilo ecléctico e internacional. Esta impronta cosmopolita y mundana se convirtió en una fuerte seña de identidad local, ingrediente básico a la hora de modelar la imagen de San Sebastián, todavía perceptible en nuestros días.
Sin embargo, la infraestructura heredada integrada por el casino, balneario, grandes hoteles, parques de atracciones, paseos arbolados, jardines, palacios o villas de recreo, no ha sido nunca objeto de estudio global ni catalogación sistemática. Ese legado patrimonial, en riesgo de progresivo deterioro o desaparición, se ha tachado incluso de “frívolo” y “burgués”, percibiéndose como un brillante decorado extraño al país, e impulsado para el disfrute hedonista de los visitantes cortesanos.
Esta antipatía hacia todo lo que significa el veraneo tiene un claro componente ideológico, explicable al situarse en abierta contradicción con los aspectos tópicos de una identidad vasca que reclama raíces más profundas, centradas en la pervivencia de la vida rural, la tradición o la lengua. Y es que los espacios turísticos costeros han sido siempre una membrana permeable a las influencias externas. Sin embargo nuestros vecinos cántabros, ajenos a esos condicionantes ideológicos, disponen ya de una amplia bibliografía sobre los veraneos regios, el auge de los baños de ola o el fenómeno de urbanización litoral.
La ciudad de Biarritz también ha sabido valorar y preservar el patrimonio arquitectónico y paisajístico que define su encanto único como estación balnearia. Es hora por tanto de que los guipuzcoanos podamos reivindicar esa realidad histórica con plena naturalidad, asumiendo con orgullo los caracteres múltiples de nuestra identidad cultural. Los donostiarras en particular, debiéramos ser capaces de superar ciertas restricciones provincianas para retomar la vocación elitista y apertura de miras que son rasgos distintivos de nuestra personalidad, y constituyen parte esencial de nuestro patrimonio colectivo.
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